Hay algo en los tiempos modernos que no se lleva del todo bien con el amor de los boleros. En las películas y en las novelas todo sigue como antes: las personas se enamoran de un flechazo y, como en las letras de los boleros, hacen locuras, lloran sobre la almohada, conocen la agonía y levitan en éxtasis. Los jóvenes de los últimos dos siglos han sabido lo que es estar enamorado porque lo disfrutaron, lo padecieron, o lo vieron a su alrededor.
Por alguna razón, los jóvenes de este siglo parecen tomarse las cosas de otra manera. Al menos desde afuera se los ve más relajados y desentendidos de las viejas tensiones entre los sexos, y por lo general emancipados del mandato matrimonial. Tampoco se los ve, hay que decirlo, particularmente enamorados. Las parejas se forman en términos más amistosos que pasionales, más por afinidades personales que por aquella indomable y galvánica atracción. En ocasiones estas parejas funcionan muy bien, se forman familias, se consolidan afectos. Otras veces los amores se desvanecen y los amantes se separan. Nadie se tira por eso debajo de un tren, como Anna Karenina, ni se muere de pena, como Cathy Earnshaw en Cumbres borrascosas .
Hoy en día nadie tiene tiempo para eso. Hubo épocas en que el éxito o el fracaso de un romance podía representar para una mujer la clave de todo su futuro, y si ese amor terminaba su vida entera se caía a pedazos. Eran otros tiempos: los de Jane Austen. En cuanto las mujeres comenzaron a hacerse cargo de su propia vida, y muchas veces también de la de sus hijos, el amor tal como lo conocíamos cambió de lugar. Ahora las mujeres estaban fuera de su casa, tenían otras responsabilidades; las reglas de juego se modificaron. Pero, básicamente, dicho esto con toda la cautela del caso, podría decirse que el juego en sí mismo perdió interés. Sufrir por amor parece ser cosa del pasado.
Tal vez se trate de una nueva negociación entre las prohibiciones y los permisos. Ya se sabe: nada mejor que una prohibición para estimular el deseo, la tentación y la avidez. Nada mejor que una prohibición para poner a prueba nuestra fuerza moral por encima de toda compulsión al pecado. La prohibición es un verdadero elixir del amor y el más poderoso afrodisíaco. Es lo que convierte un encuentro trivial en una obsesión, y una aventura de verano en un destino.
El permiso, en cambio, es un enemigo de cuidado: mata el deseo y favorece el tedio. Para ser justos, hay que reconocer que los permisos abrieron barreras sociales, modificaron leyes y educaron la mirada hostil. Pero estos permisos nacieron de prohibiciones endémicas, históricas, que durante siglos acumularon una cólera ancestral.
Los más jóvenes hoy son diferentes de los de antes. Es la generación que aprendió a usar la computadora antes que a caminar. Muchos de ellos no saben qué es en política la izquierda y la derecha, y nada podría importarles menos. Les importa la música y la computadora, y, en algunos barrios, el cine. Ese es su mundo, su lenguaje y su religión. Sus amores no parecen atormentados por las viejas anécdotas de los boleros. Ni siquiera deben usar demasiado la palabra amor. En general no usan demasiado las palabras. Y eso también es algo que va a ser preciso aceptar, por la prepotencia de los hechos.
Pero algunos quedarán que todavía prefieren leer una novela de Nick Hornby y tal vez escribir la suya propia. También quedarán algunos que resistirán el cambio de paradigmas y cada vez que puedan se cortarán las venas por amor.
Por: Cecilia Absatz
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